Lic. Silvina Ferreyra.
Es frecuente el planteo de padres y docentes acerca de la dificultad para “poner límites a la conducta de los niños”, las frases recurrentemente coinciden en “los niños de hoy no respetan los límites”, “los padres no ponen límites” o “los docentes dejan que los chicos hagan lo que quieran”.
Paralelamente a este decir en los ámbitos de la educación y los tratamientos psicopedagógicos surge de los medios de comunicación masivos comentarios y quejas que ponen a priori a los niños como el gran problema, a los padres casi como víctimas de las nuevas generaciones y crece el engaño colectivo acerca de pensar que antes los límites existían porque había chirlos en la cola o golpes que aquietaban o enseñaban. Pocas veces nos animamos a ver nuestra realidad social como un devenir de la historia, de lo hecho en tiempos anteriores, como consecuencia de aquello que se hizo y “funcionó” temporalmente, el tiempo que alguna generación soportó, pero que evidentemente estamos buscando no repetir, porque estamos de acuerdo que golpear es una expresión de impotencia y no de coherencia.
Hay dos cuestiones importantes que como sociedad no construimos de manera colectiva y que entiendo nos ayudaría mucho a sostener los vínculos dentro de los límites de tolerancia que habilitan al crecimiento, al desarrollo y a relacionarnos amorosamente. En primera instancia sucede el no tener en cuenta cómo estamos nosotros y como están los niños antes de la situación crítica que llevó a un golpe, generalmente algo de lo más sencillo funciona como disparador en las primeras situaciones de crianza donde se instala el golpe como un medio para cortar con un momento insostenible.
¿Conocemos los adultos de nuestros límites reflexivos cuando nuestro cuerpo pasa por necesidades primarias como no comer o comer poco, no dormir o dormir poco?; ¿qué sucede cuando luego de una jornada de mucho stress laboral que incluye el cansancio físico pero también el emocional volvemos a nuestra casa a encontrarnos con los niños que hace ya muchas horas que no nos han visto y por ende pedirán todo tipo de expresión que los haga sentirse vinculados amorosamente con sus padres aunque el modo de pedir inicialmente sea hostil?.
El otro aspecto tampoco construido como sociedad es la poca conciencia respecto a la inmediatez con la que ponemos el problema sobre sus espaldas y con ello acompañamos inmediatamente a nuestros hijos a una consulta psicológica o psicopedagógica sin hacernos ningún cuestionamiento a nosotros mismos y en ello participan algunas escuelas y entidades que forman opinión avalando desde comentarios hasta estadísticas enunciando lo “terrible que están los niños”, y si los niños verdaderamente están terribles, ¿cómo estamos los adultos?.
Aparece entonces el peligro de repetir los errores de generaciones anteriores, volvamos una y otra vez a la toma de conciencia de que pocas veces reflexionamos sobre cuál sería el camino intermedio, una posición adulta donde estemos también ocupados de nuestra coherencia y de la observación de nuestro propio accionar. ¿Realmente sabemos que nuestro hacer sirve como ejemplo o guía a las generaciones menores?, parece que aún no comprendimos el valor de coordinar el decir con nuestro pensar, nuestro hacer sumado a nuestro emocionarnos.
Y este problema, desde mi perspectiva, convertido hoy en una epidemia, se va cristalizando en el psiquismo social en un tema inabordable, un contenido que cada vez más dispara respuestas automáticas y con ellas sencillamente no hacemos más que quejarnos, fundamentar el foco de la mirada en los niños y trasladarnos la responsabilidad de unos a otros, “son los padres”, “es la escuela”, “los maestros que no se preparan, “los padres que no piensan”.
La dificultad para interactuar con límites saludables para todos parece un tema excluido de nuestra realidad, vamos adhiriendo casi simbióticamente a lo que nos gusta y borrando, negando o combatiendo aquello que nos causa dolor, sufrimiento, enojo o malestar y frente a ello me pregunto ¿no estamos la mayor parte del día viviendo situaciones tensas donde desconocemos como ponerle límites a otros adultos y no sabiendo hasta donde llegan los límites del otro?, entonces ¿es un problema de los niños o los niños nos muestran un problemas que los adultos tenemos pendiente y sin resolver?.
Las consecuencias de esto, como todo aquello que no podemos abordar a nivel vincular y del lenguaje, nos pone frente a un problema ecológico, con un devenir complejo donde en ocasiones hay para atender situaciones extremas del ser humano y muchas veces en edades tempranas, como fuertes adicciones a las drogas, experiencias de desborde emocional que terminan en internaciones psiquiátricas en la adolescencia media o los extremos irreparables como el suicidio o “el asesinato por amor”, y todo ello claramente nos convoca a trabajar el orden, el amor y los límites.
¿Dónde comienza esta tarea? Siempre desde nosotros, desde la conciencia de nuestro estar en el mundo. Este trabajo, cuando decidimos ser padres, debiera ser casi ineludible, si a nuestro deseo de traer un hijo al mundo lo acompaña un pensar en el bienestar de la vida de ese hij@ nos tocará ir hacia el encuentro de nuestra historia emocional porque allí anidarán nuestros hijos y de ello estará compuesto el sustrato invisible del vínculo que entramaremos con ellos, y por ende su organización psíquica.
Reconocer nuestra historia ancestral y conectarnos con las vivencias de hijo o hija es el gran manantial para descubrir, qué camino podemos trazar con ellos para la evolución del árbol genealógico al que pertenecemos y aquí mismo se inscriben las brújulas que nos orientan en el día a día de las vivencias con nuestra pareja, con quien haremos una dupla para la crianza, o con nosotros mismos, si nos toca o elegimos criar en soledad.
Asumir lo anteriormente descripto nos lleva a un orden, porque en el conocimiento de cómo se fueron dando los vínculos en nuestra herencia vamos a encontrar la lógica de lo que nos sucede en la vida hoy. Así traemos a nuestra conciencia que heredar no es solo tener los ojos azules de nuestro abuelo, o nuestros hijos el pelo de nuestra madre, heredar es saber que vamos a vincularnos según lo aprendimos consciente e inconscientemente y también según lo hicieron nuestros ancestros.
Sin dudas, la herencia nos ha traído a todos ventajas y desventajas, emociones agradables y otras muy desagradables con las que nos hemos rebelado, en el mejor de los casos como reacción a nuestro malestar, pero muy pocas veces con la intención de poner un límite a aquello que nos invadía o nos provocaba un daño físico o moral. Esto produjo que no hubiera, por muchas generaciones, un aprendizaje donde se relacionara el orden, el amor y los límites, así heredamos solo estilos de reacciones de fuerzas y contrafuerzas, aceptación o rechazo, dominación o sometimiento.
¿Qué sucede en el hoy?, lo más seguro de ver es nuestra predisposición a querer poner límites como decretos y esto no hace más que constituir el juego del gato y el ratón entre padres e hijos, entre docentes y alumnos, y por supuesto se borran así el orden de la genealogía convirtiéndonos todos en una gran manada de niños tratando de mostrar con la fuerza donde está el poder; pero de la autoridad genuina nada se sabe.
¿Qué será aquello que no nos creen nuestros hijos, eso que los hace no poder identificar una y otra vez lo solicitado por nosotros como un límite?, observo que no nos entienden el mensaje amoroso porque lo que hacemos no es poner un límite que ordene y transmita valores por donde seguir creciendo, lo que hacemos es intentar plantar una acción defensiva como respuesta a algo que generalmente nos asusta mucho en la conducta de nuestros hijos y lo que más queremos es sacarnos esa sensación de encima coaccionando contra ellos para recuperar el control, distinto a guiar o conducir el orden del desarrollo de los más pequeños de la familia que va desde el amor y la disposición afectiva al reconocimiento de aquello que no es oportuno transgredir o que nos desborda.